05.22

EL INCREÍBLE HULK DE PETER DAVID: PERDIDO EN LAS VEGAS. Peter David, Jeff Purves et al. Bill Mantlo había empezado a explorar de verdad las posibilidades del personaje cuando John Byrne se hizo cargo de él para, como siempre, volver a las raíces con la intención de dar la versión definitiva y largarse poco después dando un portazo, como siempre. Lo sustituyó Al Milgrom, quien hizo lo que pudo con sus limitaciones hasta que en las manos del por entonces no muy experto Peter David se nos ofreció una lectura novedosa y personalísima tomando de todos los autores precedentes y escarbando como nadie en la mente de Bruce Banner y de su alter ego gruñón. Tras unos primeros números con el también semidebutante Todd McFarlane, David se llevó a Hulk a Las Vegas como inusitado matón en un casino de un jefazo mafioso. Pero el guionista no está interesado en explorar las posibilidades del género negro, lo que le ocupa es seguir profundizando en el análisis psicológico y en las relaciones entre las dos caras del hombre-monstruo. La mezcla no antes vista en los tebeos de Marvel de un peculiar sentido del humor, constantes referencias al cine ochentero y unos niveles de crueldad, muertes explícitas en pantalla y sexo sugerido fuera de esta hacen de la extensa etapa de Peter David al frente de la colección la más indispensable del personaje. Jeff Purves no es el más dotado de los dibujantes, y sus entintadores, algunos tan renombrados como Marie Severin y Terry Austin, tampoco parecen dispuestos a hacerle ningún favor. Además, justo cuando le está tomando el pulso a la serie, salta de ella. Eso no empece para que un rato espléndido esté garantizado para todos, que cantaron los Beatles.
 
HULKA. Charles Soule, Javier Pulido et al. Más arqueología. Hulka nació para que Marvel no perdiese los posibles derechos de una versión femenina de su primo, pero no fue hasta la llegada de John Byrne, otra vez, que el personaje cobró personalidad y entidad. Byrne se pasó un buen rato riéndose del medio, de sus lectores y de sí mismo, en el buen sentido (vale, y en el malo, también), y siempre será recordado por sus rupturas de la cuarta pared con una narrativa que, literalmente se salía de las viñetas. Años después, Dan Slott continuaría en la misma vena desvergonzada. Con mucho metalenguaje y mucho humor, pero olvidándose de esa autoconcienca que Hulka tiene de sí misma como personaje que está correteando en las páginas de un cómic. El tercer asalto continuando el mismo esquema vino a cargo de Charles Soule, que además es abogado y lleva muy bien que la modosa Jennifer Walters esté al frente de un bufete de temas superheroicos mientras la fiera Hulka hace de las suyas. Y está muy bien. Son tebeos muy diferentes, muy distraídos, muy frescos, muy desintoxicantes, muy indies. Y, claro, Javier Pulido encaja como un guante.
 
SAGA, LIBRO TRES. Brian K. Vaughan, Fiona Staples, Fonografiks. Ay, esto va a ser difícil. Saga es un superventas. Saga se ha llevado todos los premios Eisner del mundo. Saga ha salido hasta en Big Bang Theory. Saga se ha tomado un descanso de tres años y nos ha dejado boqueando a sus lectores. Todo el mundo ama a Saga. Quien diga a estas alturas que no conoce Saga y tiene un mínimo interés en los tebeos, miente en uno de los dos términos de la proposición. Ya lo sabe todo el mundo: Saga es una irresistible space opera reminiscente de La Guerra de las Galaxias, El Señor de los Anillos y Romeo y Julieta. Nada que añadir. A partir de ahí, desfilan personajes, escenarios y circunstancias de una peculiar imaginación y profundas emociones que no le tienen miedo a ofender, enmarcados por unas viñetas lucidísimas, con una original visión orgánica de la ciencia ficción por parte de Staples, naves espaciales con forma de árbol y un plantel que parece tanto una pandilla hipsters a las puertas de un Starbucks como los alegres habitantes de un cuento de hadas. Una vez más y como siempre, lo que hace Vaughan en Saga es ponerse un disfraz llamativo para hablar de lo que quiere hablar. En este caso, de ser padres. De tener hijos. De ser hijos. De la experiencia definitiva. Y siempre con sus extraordinarios retratos de caracteres y con sus recursos de estudiante de un curso de literatura creativa: empezar en media res, dar saltos en el tiempo, romper las expectativas, dejar caer grandes momentos de suspense y darnos siempre el trasfondo de cada uno de sus personajes para humanizarlos y hacer que nos importen. Porque en Saga a los personajes les pasan cosas y a nosotros nos pasan con ellos. Todos hemos sido o padres o hijos en algún momento. Algunos, las dos cosas. Y a la vez, si se sabe escribir, hasta da para ganarse la vida.
 
JUPITER’S LEGACY: REQUIEM. Mark Millar, Tommy Lee Edwards, Matthew Dow Smith, et al. Es fácil atizarle a Mark Millar: tiene éxito, está encantado de conocerse, escribe todo con un ojo puesto en la posterior adaptación a la pantalla (esto es, en la pasta) y muchas veces parece que lo hace con el piloto automático. Pero no se puede negar que siempre, con mayor o menor fortuna, da diversión y en sus mejores (contados) momentos, reflexión. Eso sí, casi siempre ha sabido acompañarse de grandes artistas para que no se note demasiado cuando el guión flojea. Comienza aquí el tercer acto de la trilogía Jupiter, la mejor obra de toda la tanda del Millarworld, y la que abunda en uno de sus géneros más queridos, o que le es más cómodo, o más rentable: los tipos de las mallas, el mainstream por excelencia. Esta es su visión de un mundo regido por los superhéroes y los supervillanos. Vimos qué fue de los padres, vimos qué les pasó a los hijos y ahora les toca el turno a los nietos. No es que Millar se embarque exactamente la enésima deconstrucción del héroe, pero lo intenta con un poco más de fuelle que en sus últimos trabajos. El gran, oh, gran conflicto da vueltas acerca de si es legítimo hacer todo lo que se puede hacer, si el superhéroe generoso con grandes ideales y aún más fuerza, es el nuevo déspota ilustrado. Vamos, que si los superhéroes pueden y/o deben enderezar la crisis económica y social que nos sacude. Aquello de “todo por el pueblo, para el pueblo, pero sin el pueblo”, no sé si les suena. Y, claro, está visto desde Miracleman de ya-saben-quién que un gran superpoder supercorrompe supergrandemente. Aderécese con poquito de conciencia social reflejo de los tiempos que corren para que quede constancia de que esta es una obra actual y salpíquese con gotitas de conflicto generacional de niños bien ociosos con demasiado tiempo en sus manos y pocos problemas en sus bolsillos. Visualmente, Tommy Lee Edwars es una rutilante explosión, un castillo de fuegos artificiales continuo hasta que entran Matthew Dow Smith y Giovanna Niro, dibujante y colorista respectivamente, y ya nada vuelve a ser igual. Millar no ha pedido su toque ni su tendencia al molonismo. Se ocupa de toda la agenda, del cambio climático al multiculturalismo, y, como si de una serie española de televisión se tratase, intenta dejar huella a base de soltar un taco bien gordo en cada página y, de paso, crea escuela entre los podcasters. Pero Millar es también marcadamente anticomunista, ya lo ha demostrado en otras obras antes, y se permite echarse unas risas a costa de lo que le gustaría hacer con el régimen chino. Eso sí, sin atreverse a ir demasiado lejos, que quién sabe.
 
LOCKE & KEY: THE GOLDEN AGE. Joe Hill, Gabriel Rodríguez, Jay Fotos. Lo que lleva de siglo XXI nos ha dado dos grandes obras maestras del cómic: Scalped de Jason Aaron y Locke & Key de Joe Hill. Monumentos esculturales indiscutibles al nivel de los grandes de la Historia del Cómic. Trabajos cuya calidad sus autores no han sabido, o no han podido, replicar después. Aaron firmó contrato en exclusiva con Marvel y se gana la vida muy bien escribiendo toda su plantilla de superhéroes, pero está demasiado ocupado y con resultados cualitativos discutibles. Podría haber estado a la altura con Paletos Cabrones, pero está visto que no mandó a sus barcos a luchar contra los elementos. Hill, por su parte, también tiene una cómoda vida como escritor de narrativa, pero sus tebeos posteriores son suavemente decepcionantes. Él lo sabe porque, en parte para hacer caja por la adaptación a la pantalla, en parte porque es la obra en la que se fundamenta su reputación, vuelve periódicamente a Locke & Key para rascarnos un poco más el corazoncito y los bolsillos a sus seguidores. Todas las historias incluidas en este tomo, que guarda un carácter unitario, tienen un cierto regusto a The Sandman. No por esto es menos sorpresivo que el relato concluya en un cruce con las historias y personajes de Neil Gaiman. Ambas encajan perfectamente y es una maravillosa adición al mundo de El Sueño, con multitud de guiños y referencias para el que sepa encontrarlos. Gabriel Rodríguez, por su parte, dibuja cada vez mejor y no parece tener límite, permitiéndose en esta ocasión un bonito homenaje al Pequeño Nemo de Winsor McCay. Hill y Rodríguez por fin han vuelto a crear una aventura emocional a la altura de su precursora, un regalo para los seguidores tanto de Locke & Key como The Sandman y alguna lagrimita para el que conozca bien las dos series.
 
AMERICAN VAMPIRE. Scott Snyder, Stephen King, Rafael Albuquerque et al. Scott Snyder, ¿eh? Mucho tebeo de Batman, grandes historias despiporrantes, superventas y no muy buena reputación entre los fans de toda la vida. Y luego está el Scott Snyder de proyectos más personales, usualmente encuadrados en el género de terror, con planteamientos superlativos, desarrollos trepidantes y que, de una manera u otra, acaban más o menos descarrilando con demasiados deus ex machina atropellados. Scott Snyder y las grandes expectativas vs las grandes decepciones. Pero aquí no hemos llegado aún a eso. Este es el inicio de American Vampire, unos primeros pasos aliñados con el debut en el cómic de nada menos que Stephen King, todo un reclamo, con una historia de origen quintaesencialmente en su estilo. American Vampire enraíza en la historia de Estados Unidos, un país joven por comparación y con pocos hitos históricos a los que, sin embargo, han sacado partido con inteligencia. Han hecho un relato mítico de su propia historia como nación, de su origen, de su desarrollo y de cada una de sus vicisitudes. Las leyendas conforman la base de su propia fundación. La de una tierra virgen que nace por un lado entre la ilusión, la esperanza y la fe, y la suciedad, la barbarie y la sangre por otro. Los protagonistas de American Vampire son testigos inmortales de todas estas ambiciones, luchas y contradicciones en un lugar virgen y fiero. Una tierra de aluvión ruda y humilde poblada por unas gentes y unas criaturas nuevas en las que prima el individualismo en entornos salvajes e ineducados. Son vampiros de nuevo cuño en un nuevo mundo, con sus conquistas apasionantes y sus momentos de zozobra. Su máximo anhelo es la inmortalidad. No la vida eterna en un reino celestial, sino continuar disfrutando de esta montaña rusa de sensaciones que es estar vivos hasta saciarse. Y debajo de todo el intrincado trasfondo histórico hay un entretenimiento (nada más, pero tampoco nada menos) bien trabado, refrendado por un dibujo eficacísimo y con unas muy atinadas dosis de concesión a la espectacularidad. Un relato, en definitiva, coral, jugoso, expansivo y pleno de carisma.
 
STILLWATER, VOLUMEN 2: SIEMPRE LEALES. Chip Zdarsky, Ramón K. Pérez, Mike Spicer. Chip Zdarsky tiene talento. Tiene talento como persona y lo demuestra con su sentido del humor, el mayor signo de inteligencia. Tiene talento como dibujante y lo demuestra con un estilo elegante e inconfundible. Y tiene talento como guionista y lo demuestra con planteamientos siempre interesantes y desarrollos aún más interesantes que siempre nos llevan a lugares que no esperábamos, pero que, una vez leídos, nos parecen perfectamente lógicos. Stillwater es otro ejemplo perfecto de ese talento. Hay que tenerlo para tomar la premisa, un pueblo en el que nadie envejece, enferma ni muere, y sacarle el máximo partido explorando todas las posibles implicaciones, todas las ramificaciones, todos los “oh, vaya, sí, es verdad, ja-ja”. Aunque las semejanzas con Revival de Tim Seeley vayan un paso más allá de lo que podría ser cómodo, es tan entretenido, tan bueno, que hasta el cumplidor dibujo parece mejor de lo que es.
 
THE FREEBOOTERS (LOS FILIBUSTEROS). Barry Windsor-Smith. Nos acercamos a estos Filibusteros con prevención. Los Jóvenes Dioses fueron altamente decepcionantes. Brillantes a nivel gráfico, no hay ninguna sorpresa en esto, la historia resultaba harto confusa y aburrida. La total libertad no le sentaba bien a Mr. Smith y se notaba que precisaba de alguien en el departamento de edición. Pasarían muchos años hasta que demostrase con Monstruos que era capaz de dejarse la piel en un guión al nivel de su arte, siempre exquisito, por supuesto. El señor Smith se largó de Marvel muy harto. Él era un artista, no un artesano como John Buscema. Necesitaba tiempo para que le dejasen hacer lo que él quería hacer, y la cadena de montaje de la editorial no se lo permitía. Desde entonces ha guardado una relación de amor-odio con el personaje que le dio fama y premios, Conan el Bárbaro. Los Filibusteros es el resultado directo de ese (re)sentimiento: por un lado, es una ácida parodia del género de espada y brujería; por otro, es un puñetazo encima de la mesa: esto es lo que yo habría hecho si me hubierais dejado, vosotros os lo perdéis. Con humor desmitificador, The Freeboters presenta a un trasunto de Conan retirado, maduro y pasado de peso, que ahora está al frente de un local de mala nota. Un poco como el Rick de Casablanca. Un poco cínico, un poco frustrado, un poco amargado, un poco resignado. Muy humano, muy verídico. La publicación fracasó, tal vez por los motivos externos a los que alude el artista, tal vez porque lo que contaba ni era tan interesante ni parecía andar muy orientado. Nos queda un coitus interruptus, la oportunidad de ver lo que podría haber sido y no fue, y un pedazo de Historia del Cómic en un periodo de la evolución de un maestro haciendo lo que le da la gana.
 
MALDITO SEAS TÚ. Philippe Pelaez, Carlos Puerta. Es la maldición de la BD, que no sabe modernizarse. Que, por mucho que pretenda actualizarse, siempre sabe un poco rancia. En calidad y madurez, el cómic franco-belga llegó al nivel de las historias que uno podía encontrar en el cine clásico mucho antes que el cómic norteamericano, pero luego se estancó ahí sin evolucionar durante décadas mientras Alan Moore y Frank Miller le adelantaban a la carrera. Quizá por propia vocación, esta obra lo incentive aún más. Se trata de un trabajo muy pulp, de prosa recargada, literaria, gótica. El malvado Zaroff y el Doctor Moreau danzan por ahí como villanos de opereta, con sus diálogos acartonados y su lenguaje narrativo anticuado. El resto del personal no está menos estereotipado, la actitud de los personajes femeninos chirría y, en un mundo en el que los soldados narran por teléfono a sus madres entre risas cómo mutilan y torturan a los prisioneros de una invasión infame, estas altas pasiones del Romanticismo casi no parecen tener lugar ya. Otro signo de identidad preceptivo de la BD es la excelencia técnica artística extraordinariamente documentada. Estas obras pictóricas fotorrealistas en un primer vistazo lucen espectaculares, impresionantes, pero tienden al estatismo. Y las constantes referencias de rostros populares de actores asomando entre las viñetas cada dos por tres, desde el ubicuo Jon Hamm a la no menos ubicua Tilda Swinton, pasando por secundarios de Harry Potter y el actor porno reconvertido en modelo con solera Aiden Shaw, dejan de ser curiosas para empezar a distraer del relato. Pero, oigan, este es también un libro muy resultón y muy apropiado para esas noches de batín y foulard, de chimenea y copa de brandy, en los que uno tiene ganas de tradición, de receta original de la abuela, de sumergirse en un relato clásico al viejo estilo y que le den al mundo moderno.
 
LA GUERRA DE LOS MUNDOS. Santiago García, Javier Olivares. Un pacífico y civilizado pueblo vive sosegadamente su día a día cotidiano: trabajan, aman, hacen compras, juegan, celebran fiestas, estudian… Más o menos lo mismo que usted y que yo. Su existencia transcurre muy similar a la nuestra hasta que llega un sátrapa ambicioso, sin escrúpulos y carente de empatía a tomar por la fuerza sus posesiones y sus vidas. H.G. Wells no lo sabía entonces, ni lo sospechaba Santiago García cuando empezó a escribir el guión de su adaptación del clásico de la ciencia ficción, pero estaban dando forma a una oportuna alegoría de la invasión de Ucrania por parte de Vladimir Putin ante la ceguera y/o la pasividad de los tibios. García sabe que no tiene mucho sentido hacer una adaptación de una obra clásica si no aporta algo. Él lo hace revirtiendo el punto de partida de este clásico de la ciencia ficción: esta vez es la Tierra la que invade Marte. Quizá sea su obra mejor escrita. No pierde tampoco esta vez la oportunidad de volver a hacer un tebeo trascendente revisando, en clave alegórica y en orden inverso, desde la toma del Capitolio por la horda de supuestos partidarios de Donald Trump al drama de la inmigración ilegal por parte de naturales de países que previamente han sido colonizados, de la Europa arrasada por los nazis a la conquista del oeste y el genocidio de los nativos americanos. García es un hombre con una misión, es una suerte que el excelso arte de Javier Olivares haga más liviana la carga.
 
VERSIONES. Alberto Breccia, Juan Sasturain, Carlos Trillo. No es la obra más popular de su autor, aunque esté ahí La Gallina Degollada, pero cualquier excusa es buena para acercarse a un talento proteico, inquieto, en constante evolución, desde el clasicismo más figurativo al expresionismo más abstracto, siempre inquietante y al que nadie ha podido siquiera asemejarse. Si viene, además, acompañando a algunos de los mejores escritores hispanoamericanos, cuyos relatos adapta, se convierte en una referencia casi ineludible. Basta abrir el libro por cualquier página para dejarse golpear por los hallazgos experimentales de una imaginación desbordante. Nadie ha dibujado nunca así, nadie ha manejado el pincel, la cuchilla de afeitar, la tinta, los materiales, los blancos y los negros, los grises y las aguadas, la rotulación, las sugerencias, el cerebro. Nadie como Alberto Breccia. Cualquiera, cualquier obra, lo que sea… Las palabras de quedan cortas. Irrepetible. Qué joven era cuando murió con 74 años. Qué grande.
 
EL LIBRO DE LOS INSECTOS HUMANOS. Osamu Tezuka. Todas las artes tienen sus elementos fundacionales. Cervantes lo inventó todo. Orson Welles lo inventó todo. Los Beatles lo inventaron todo. En el caso del cómic el asunto se vuelve más turbio. Winsor McCay lo inventó todo. Will Eisner lo inventó todo. Jack Kirby lo inventó todo. Osamu Tezuka lo inventó todo. Y en el caso del manga, quizá sea verdad. Tezuka ya llevaba una amplísima carrera a sus espaldas cuando decidió que el cómic japonés necesitaba tratar temas más adultos y se puso con ahínco a la tarea de retratar los aspectos más sórdidos del alma humana. Lo hizo en obras como Ayako, MW, Adolf y esta que nos ocupa y cuyo título, ya de por sí, no podría ser más explícito. El maestro realiza una investigación de entomólogo sobre los diferentes tipos humanos, pero también acerca de cómo exprimir el lenguaje de su arte para ponerlo al servicio de la historia. Un ensayo sobre la manipulación, el deseo, la ambición y el lado más sucio de la política con la metáfora de las personas vistas como diferentes tipos de insectos a través del escrutinio de su microscopio. Tezuka mira a sus congéneres y hay poco de lo que ve que le guste.
 
TERRY Y LOS PIRATAS. Milton Caniff. Una de las grandes series clásicas de la Historia del Cómic nacidas en la prensa. Otro de esos elementos fundacionales, sí. La tercera en discordia con Príncipe Valiente y The Spirit. Lo que empezó como un serial de aventuras exóticas con gotas de humor, se convirtió rápidamente en mucho más. Y aquí, con la Segunda Guerra Mundial a pleno fuelle, alcanza sus más altas cotas. Milton Caniff elabora un gran fresco de personajes inolvidables mientras hace la crónica de una época. Como un hombre orquesta, igual trae excitantes peripecias a todo trapo, como romance de altos vuelos y una fina ironía sobre las reacciones humanas. Y todo eso con un tremendo uso del pincel, inventando, descubriendo terra incognita, creando el lenguaje y los recursos de un nuevo arte dentro de las fronteras de las cuatro viñetas de la tira horizontal diaria y la página a color dominical. Sus lances, sus diálogos y sus grandes discursos se reflejaron desde las cafeterías donde desayunaban los obreros, hasta los cuarteles del ejército y el Congreso de los Estados Unidos. Terry y los Piratas fue, probablemente, el cómic más influyente en su época. No sólo a nivel artístico, sino en la vida cotidiana de sus coetáneos.